Modo Oscuro
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ARMA DE MUJER POR LA MAÑANA


Amadeo Jacohinde


Comprobé que tenía balas y salí a la calle como si nada, con la pistola en la mano. La gente me miraba y emitía todo tipo de reacciones. Era gracioso. Unos niños se me quedaron viendo con una especie de miedo y reverencia; una señora me vio y corrió asustada. Un viejo tal vez creyó que era una broma y al verme comenzó a reírse. No me importaba nada de esto, yo solo seguí caminando.

Vi dos policías a lo lejos. Ellos me vieron y caminaron hacia mí. Pensé que me sentiría nerviosa, pero vi que en realidad me sentía tranquila. Muy tranquila.

*

Esa mañana desperté con una abrumadora sensación de soledad e insatisfacción. No había hecho nada importante con mi vida y me volvía a sentir frustrada. Saqué una cerveza del refrigerador y comencé a beber. Era temprano, pero al menos la cerveza me curaba un poco de ese sentimiento. Se abrió mi puerta y entró él.

-Cabrón, ¿qué no puedes tocar y ser paciente?

-No. -Dejó en la mesa sus cosas y abrió el refri. -¿Ya no tienes nada de leche?

-No. Sólo carne y cerveza.

Tomó una cerveza, la abrió, se sentó a mi lado en el sillón y prendió la tele.

-¿Y qué? -le pregunté-. ¿Ya me vas a decir tu nombre?

-No.

-¿Por qué no?

Se quedó callado unos segundos antes de explicarse:

Hasta ahora, sin conocernos hemos funcionado. Llego aquí y tengo comida, tengo dónde dormir, tengo con quién coger y un poco de tranquilidad.

-¿Pues qué quieres que haga? Tienes esa pistola.

-Podrías pedirlo. Si te lo concedo o no, ya será otra cosa.

-No: no me molesta tu intervención en mi vida. ¿Ya te dieron trabajo?

-Sí, ya está todo planeado. Robamos algo grande y solo hay que matar cinco o seis cabrones.

Se levantó, fue por otra cerveza y volvió al sillón.

-¿De veras nunca te sientes mal?

-¿Por qué?

-Por matar.

Se rio con estrépito y respondió:

-No mames, niña. Eso es de libros y películas.

*

-Señorita, buenos días.

-Hola.

-Disculpe, esa arma... ¿es de verdad?

-Claro.

Se miraron confundidos, estupefactos. Me miraron de nuevo y me dijo el policía más alto:

-¿Y por qué la lleva usted así, en la calle? ¿Tiene algún permiso?

-No -respondí, riendo con inocencia-, de hecho, ni siquiera tengo permiso para guardarla en casa. Simplemente quise salir a la calle así.

-¿Así? -me preguntó el más bajito

-Sí, con la pistola en la mano.

-¿Y qué piensa hacer usted con el arma?

-Nada. No sé por qué salí con ella. Simplemente me dieron ganas de hacerlo, oficiales. Pero no se preocupen: soy una mujer honesta.

Rieron de mi timidez, el alto me puso una mano en el hombro y dijo:

-Puede usted continuar, señorita. Ande con cuidado, por favor.

-Muchas gracias.

-No se porte mal.

Me reí y seguí caminando. La gente me miraba y los policías reían. Entonces vi un taxi.

*

Pocos conocen la verdadera historia del día en que empecé a ser leyenda. Acaso porque fue tan inesperado o porque fue tan absurdo. Había faltado al trabajo y fumaba marihuana tranquilamente en mi cuarto. Ya estaba muy drogada cuando, entre las delicias de la música que puse, alcancé a escuchar que alguien tocaba mi puerta. Pensé que sería algún vecino, que venía a quejarse del aroma que dispersaba por todo el edificio. No me importó y fui a la puerta dispuesta a reírme de cualquiera.

Abrí y me llevé la sorpresa de mi vida. Un hombre. Alto, fornido, barbón, con cara de maldad y una pistola en la mano. Feo con mirada interesante.

-Señorita -saludó, con una sonrisa diabólica-. Vamos a su cuarto y haga lo que digo.

Ya lo había visto antes, conversando con los delincuentes que se juntaban a beber en la calle frente a mi edificio. Quise desarrollar la situación, que de pronto me parecía excitante.

-Sólo le pido una cosa, señor. Lo que vaya a hacer, no es necesario hacerlo a la fuerza.

-Es obvio que te voy a coger.

-Entonces vamos a mi cuarto. Lo disfrutará más si yo consiento, se lo aseguro.

Cerró la puerta tras de sí y me acompañó a la recámara, como confundido. Empecé a desnudarme. Me encantaba su cara al ver mi cuerpo desnudo: sé que soy la mujer más sensual que vio en su vida.

Me senté en la cama y comencé a abrir las piernas lentamente, y acariciándome con mis dedos, le dije:

-Ven aquí, desconocido.

Caminó hacia mí, desabrochándose el pantalón y sacando su grueso miembro. Emití entre labios un gemido de sed sexual, y lo detuve para decirle:

-Primero dime tu nombre.

Se rio y me respondió:

-No digas pendejadas.

*

Siempre que terminaba, permanecía sobre mí unos instantes antes de despegarse y recostarse al lado y prender un cigarro. Esa vez fue distinto. En cuanto terminó se levantó de la cama y fue por otra cerveza. Nunca olvidaré ese escalofrío. Presentí que algo iba a suceder ese día.

-Voy a la tienda por otro six, ¿está bien?

-Claro.

-¿Quieres que te traiga algo?

-Mmm... sí. Unos cigarros rojos.

-Ya vuelvo.

Se puso su chaqueta de cuero y salió a la calle. Dejó la pistola en la mesa. Sabía que yo no iba a usarla en contra suya y me agradó su confianza. Vi un cigarro sobre la ventana, lo tomé y lo encendí. Me recargué mirando a la calle: estaba todo muy tranquilo. Lo vi salir del edificio y caminar hacia la tienda. De repente se abrieron las puertas de una camioneta estacionada y salieron una mujer y cinco hombres, tres de ellos con garrotes en las manos. Intentó correr, pero lo tomaron a la fuerza, lo estrellaron contra un muro y le dieron duro, ¡muy duro! Yo seguía fumando tranquila, mirando todo.

Antes de un minuto su cara estaba destrozada, ya ni se distinguía su rostro de tanta sangre. Cuando ya no podía mantenerse en pie, dos de ellos le sujetaron de su chaqueta por los hombros y la mujer, que al parecer era la jefa, sacó una pistola de su cintura. Esto me llamó más la atención. Le dijo algunas cosas que no pude escuchar, pegó el cañón contra sus genitales y disparó. El pobre apenas pudo gritar ahogado de dolor. Después pegó el cañón a su frente y lo acabó de matar. Se metieron de nuevo en la camioneta y se fueron.

Yo seguía ahí, mirando tranquila, fumando. Hacía tiempo no veía algo realmente interesante. Volteé hacia la mesa y vi la pistola. Caminé hacia ella. Comprobé que tenía balas...

*

En un principio el lugar se empañó en un aura de tensión, pero cuando vieron que solo me senté a esperar un mesero todos se tranquilizaron. Llegó el mesero y me preguntó si deseaba pedir algo.

-Mezcal, por favor.

-Claro. -Caminó hacia la barra, se detuvo como confundido, volvió en sus pasos hacia mí y me dijo-: Disculpe, ¿esa pistola es de verdad?

-Sí. ¿Por qué?

-Curiosidad. Nunca había llegado nadie así, con la pistola a la vista de todos.

-Es que no vengo con malas intenciones.

-Ya me di cuenta -dijo sonriente y amable-. Enseguida le traigo su trago.

Fue hacia la barra. Al parecer le dijo al cantinero mi situación, escucharon todos en la barra y comenzaron a transmitirse unos a otros la noticia. Me miraban. Todos. Volteaban sobre sus sillas y en sus ojos había sorpresa, admiración y mucha curiosidad. Me gustaba sentirme así.

Primero fue un hombre, gordo y agradable, quien se atrevió a venir hacia mí y preguntarme:

-¿Es cierto que vino con esa pistola solamente por hacerlo?

-Sí.

-¡Qué joya de mujer! -exclamó-. ¿Me puedo sentar a platicar con usted?

-¡Por supuesto!

Se sentó. Antes de diez minutos mi mesa ya estaba llena de gente: todos venían a mí. Pronto los meseros juntaron varias mesas e hicimos un gran grupo de bebedores amistosos unidos por la insólita ocurrencia de una mujer. Esa mujer era yo.

Las risas comenzaron a fluir, de la conversación brotaban bromas, anécdotas, ideas, ocurrencias y otras idioteces de taberna. Entonces vi, entre la multitud que me rodeaba, a aquella chica. Era joven, blanca y preciosa como ninguna. La miré fijamente y le dije:

-Quiero que te sientes a mi lado.

Alguien le cedió el lugar, y ella gustosamente se colocó ahí. Me miraba seductora, y yo comenzaba a ponerme ansiosa. Hablamos un poco, su voz me pareció la más dulce jamás oída. Se llamaba Penélope. Miré una vez más a todos los que me acompañaban, entre risas y ocurrencias; la miré a ella y entendí que mi vida había dado un enorme giro esa mañana. Nada volvería a ser igual. A partir de entonces, las cosas interesantes comenzarían a suceder. Valió la pena esperar tantos años.

Pensaba en esto cuando el gordo agradable se levantó y dijo:

-¡Brindemos por la mujer que con su ingenio y su pistola nos ha traído hasta este momento inolvidable!

Todos alzamos nuestros tragos y bebimos en mi honor. Estallaron más voces, más risas, y entre el tumulto de la felicidad compartida le pedí a Penélope que me besara. Sonrió, se acercó a mí, tomó mi rostro entre sus frescas manos y me besó como nunca lo hizo nadie. El calor de sus labios abrazó cada partícula de mi boca: entre la suavidad de su lengua encontré el sentido de todo. Sabía lo que tenía que hacer. Cuando nos despegamos, quedamos viéndonos unos instantes y aproveché el momento de su sonrisa. Llevé el cañón de la pistola arriba de su oído derecho y apreté el gatillo.

Estalló la detonación y ella cayó muerta al suelo en el instante, hundiéndose en su propio charco de sangre.

Todos callaron. Inmóviles.

Paralizados.

Al ver la sonrisa con la que recibió la muerte, no pude evitar decir:

-¡Qué manera más bonita de morir!, ¿no lo creen?

Lentamente, asimilando el instante, todos la miraron y todos estuvieron de acuerdo conmigo. Se veía hermosa. La fiesta había acabado. Se levantaban y me sonreían antes de despedirse.

-Fue un gusto conocerla, señorita. Hasta la próxima.

-Adiós, adiós.

Me ponían la mano en el hombro y, con una sonrisa de profunda comprensión, me mostraban su respeto antes de marcharse lentamente del lugar. Al final quedamos los meseros, ella muerta y yo. El dueño de la taberna salió de la oficina, se inclinó hacia ella y acariciándole sus cabellos, con un gesto de dulce melancolía, me miró y me dijo:

-Puede usted retirarse, sin ningún problema. Yo me encargaré del resto.

-Gracias, señor.

-Gracias a usted.

Días después supe que Penélope era su hija. Y ahora que todos -en secreto- hablan de mí como la gran mujer que por décadas dominó la vida nocturna de Guadalajara y que era solicitada por grandes personalidades, ahora es el mejor momento de recordar ese extraño y patético día donde comenzó el camino hacia la leyenda. ¿Quién diría que la verdad puede ser tan absurda?

Cuando volví a casa, ya no estaba el cadáver en la calle. Subí las escaleras para encontrarme con tres hombres en la puerta de mi departamento. Ya los había visto: los mismos delincuentes que bebían frente a mi edificio.

-¿Qué sabes de Joel? -me preguntó uno.

-Ni siquiera sé quién es Joel.

-Tu pica-hielo, mami -dijo otro

-¡No digas pendejadas! -contesté, riéndome.

Caminé hacia la puerta pero uno de ellos interpuso su mano bruscamente, impidiéndome el paso. Me rodearon con lentitud. Miré a cada uno y les dije sonriendo:

-Lo que quieran hacer, no es necesario que lo hagan por la fuerza. Acompáñenme.

Entré y me dirigí al cuarto. Rápido escondí la pistola en uno de los cajones sin que se dieran cuenta. Escuché cuando entraron a la sala, confundidos, y cuando el último cerró la puerta comencé a desnudarme. Se sintió tan distinto que con Penélope. Hoy soy una mujer honrada, pero debo admitir que en esa etapa de mi vida (que no duró mucho pero me trajo a la aristocracia) agarré un inexplicable gusto por matar hombres. ¿Tal vez me gustaron los disparos?


Fin.