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MÁSCARAS DE LA NOCHE


Amadeo Jacohinde


Diego se apoyó en el sillón y vio por la ventana la ciudad de madrugada, mientras encendía un cigarro fumado a medias. Ya tan tarde y en la avenida uno que otro coche misterioso. ¿A dónde iban? Acaso viajeros, gente que huía de la ciudad o que escapaban de la familia. ¿De dónde vienen, o son de aquí? Al menos uno de esos autos ocultaba un crimen. Al menos uno, de seguro.

-No puedes fumar aquí -le recordó Gabriela desde la cama-. Estamos en un hotel, Diego.

No le hizo caso. Miraba los automóviles de la avenida, centrando su vista en las luces lejanas de la noche y en los faroles del Parque Revolución. Sintió el golpe y supo que las pastillas habían iniciado su efecto: tiempo de cumplir su papel.

-¿Qué tanto piensas? -preguntó Gabriela, girando en la cama-. ¿Quieres irte de aquí?

Diego vio su cigarro consumido y recordó que ya no había tabaco. Aplastó la colilla contra el marco de la ventana, hasta que el humo se desvaneció. Hurgó en sus bolsillos y no sintió la cajetilla. ¿Fue el último?

-¿Por qué no te vas? -insistió Gabriela, ya con voz quebrada y los ojos humedecidos.

Diego caminó hacia la cama y se sentó junto a ella. Vio la botella de whisky en el mueble.

-Te tengo una noticia.

Acarició su cabello oscuro y fragante, con delicadeza y cariño, pero ella mantuvo la mirada fija en la televisión, sin querer mirarlo. Tuvo que extender el brazo derecho para coger la botella, bebió un trago y entonces rompió el silencio:

-Te vas a casar conmigo, Gaby. Dentro de tres meses. -Dio otro trago.

Gabriela volteó en un relámpago de sorpresa.

-No va a ser la gran cosa -prosiguió Diego, ignorando su reacción teatral-. No te hagas la idea de una boda enorme ni nada parecido. Algo básico.

-Pero...

-Nos vamos a casar por el civil, solamente. A menos que El Jefe quiera que nos casemos en alguna iglesia o algo así; pero no creo. Y nos casamos en tres meses, querida, para que vayas...

-¡Diego!

Él se detuvo y la miró con cierta sorpresa.

¿Qué?

-¿Te das cuenta de lo que me estás diciendo? ¿Por qué tanta urgencia?

-Porque dentro de un año ya debes estar dando a luz a nuestro hijo. Tres meses, más nueve de embarazo: tenemos la medida perfecta para hacer un año. Y se va a llamar Genaro, para que no se te ocurra ponerle otro nombre.

Ella apenas podía reaccionar titubeante y absorta.

-¿Un hijo? -balbuceó Gabriela, aún sin poder creer lo que oía.

-Sí: va a ser hombre.

-Y… ¿y si nace niña?

-También eso está cubierto, querida. Ya es 2134, podemos manipular su genética desde tu vientre. Pagaremos lo necesario porque todo lo paga el Patrón.

-Es muy caro...

-Ya te lo dije: todo va por cuenta de él.

-¿Y al menos me vas a decir cómo se llama?

Diego la miró de nuevo, con profunda ternura. Acarició sus mejillas y le respondió con serenidad:

-Ni siquiera yo sé su nombre, Gaby. ¿Cómo te voy a dar una información que desconozco? Además no es importante. Casi nadie lo sabe, y así es como se quedan las cosas. Lo que ahora importa es que vas a casarte conmigo y darme un hijo. Pero eso no es todo, mi amor.

-¿Cómo que no es todo?

-Es solo la primera parte. No creas que el mundo es color de rosas, porque tú y yo no vamos a durar casados mucho tiempo.

-¡De qué..! Diego, ¿me puedes explicar qué está pasando?

Gabriela se levantó de la cama profundamente alterada.

-Yo quería un matrimonio desde el principio, tú lo sabías y me convenciste de lo contrario... ¡sólo para que ahora me salieras con que también quieres casarte! Ah, pero resulta que va a ser un matrimonio breve e inservible. Diego, ¿qué hay detrás de todo esto?

Antes de responder, Diego le dio otro trago a la botella. La dejó en el mueble y dijo tranquilo:

-Esa información es clasificada. Desde el principio sabías que habrían muchos secretos y sorpresas. Por eso te gusta estar conmigo, te gusta el peligro.

Ella guardó silencio. Si hablaba en ese momento iba a acabar llorando.

-Lo que sí puedo decirte es que dentro de cuatro años nos vamos a divorciar.

-¿Por qué?

-Porque es necesario. Pero del niño no te preocupes: Genaro va a crecer cerca de su padre, siempre voy a estar cerca. Pero tú y yo no podemos durar más de cuatro años casados. Además estoy casi seguro que te vas a hartar de mí desde el tercer año. Soy insoportable.

-¡Mi amor, eso es imposible! Yo no te dejaría por nada, mucho menos con un hijo. Y tú me amas, lo sabes.

-Oh sí, pero cada día menos y esa es la cuestión. Es imposible que te ame siempre. Y aunque nos gustaría cambiar eso, a ti y a mí, no se puede.

-Claro que se puede cambiar. Ya cuando nazca el niño, ya después de vivir juntos uno o dos años te vas a dar cuenta de que no quieres otra cosa que una familia. Así son los hombres: andan de cabrones hasta que de pronto necesitan una familia. Tú la vas a tener conmigo.

El joven se precipitó en una carcajada cínica, que hirió profundo el pensamiento de Gabriela.

-Ya te dije, no te hagas grandes ilusiones de esto. Es un contrato y ya. Parte de un plan más grande y más complejo que nosotros no tenemos permitido comprender. De ser por mí, jamás me casaría contigo. Bueno, no me casaría con nadie (para que no te lo tomes personal).

-Claro que te casarías conmigo. Si no nos hubiese tocado una vida tan difícil, si nos hubiéramos encontrado en otro mundo o en tiempos menos salvajes, te hubieras enamorado de mí. A primera vista. Y siempre hubieras querido estar conmigo, todo el tiempo.

Diego se dio un trago largo.

-No será necesario que entiendas lo que digo ni lo que pienso. Lo único que necesitas hacer es lo que yo te diga y callarte. Va a ser así de ahora en adelante, durante cuatro años. ¿Sí le entras?

-Mi amor, podemos hacer de esto algo bello. ¡Es un matrimonio! ¿Si tu propio “Jefe” quiere que nos casemos, por qué hablas como si nomás quieres usarme, cuando puedes tenerme?

Al parecer se acabó la poca paciencia de Diego. La miró con una sonrisa infernal y comenzó:

-Querida, tu único propósito en esta vida es ser utilizada. ¿Sí entiendes? A eso viniste al mundo, ¡lo necesitas! Necesitas ser usada, mi amor. Y deberías sentirte orgullosa, ¡tú al menos tienes un propósito de vida! Eso es un privilegio. La mayoría de la gente no tiene propósito, solo hay destino para pocos. Hay gente que nace para hacer mucho dinero o inventar cosas, unos nacen con grandes destinos como reinar naciones o escribir ideas inmortales, pocos vienen con varios destinos y unos solo vienen al mundo con el propósito de coger, de morir en batalla, de tener una familia o en los casos más afortunados (como el mío) hay quienes tenemos el único propósito de no hacer nada importante pero siempre estar en los momentos de importancia. Somos como dioses.

-¿Diego? ¿Estás escuchando lo que…?

-Hay todo tipo de destinos, querida, y el tuyo es tan valioso como cualquiera. Tienes que ser utilizada. Servirle de objeto a alguien, te molesta oírlo porque te fascina y odias sentirte culpable. Por eso digo: el día que dejes de odiar tu lugar en el mundo, tan relevante e irrepetible, ese día se acaba el miedo y solo quedará la fascinación y te vas a reír de todos los años que quisiste ser alguien que usa a las personas. No, mi amor: lo tuyo es lo contrario, y a fin de cuentas ¿qué tiene de malo? Pásame un cigarro, están en el cajón ya me acordé.

Casi automatizada, movió su mano y abrió el cajón. Después de darle la cajetilla le dijo:

-Quiero que te disculpes y te retractes de todo lo que has dicho. Todo, Diego. Ahorita.

Sin decir una sola palabra, Diego extendió su mano hacia el velador y esta vez tomó su celular. Empezó a teclear sin decir absolutamente nada.

-¿Qué haces? ¿Eh? ¿Por qué me ignoras?

-Le digo al Jefe que vamos a tener que conseguirnos otra perra. Tú te tomas esto demasiado en serio.

-No. ¡No, mi amor! Espera.

-¿Qué? -Volteó a verla-. ¿Ya acabaste con tus niñerías?

-Está bien. No voy a presionarte a nada pero escógeme a mí, por favor. -Sus ojos se veían húmedos y agonizantes-. Quédate conmigo, Diego

Él la observaba con indiferencia, casi con desprecio.

-¡Por favor! -insistió Gabriela, acariciando su abdomen y luego sus genitales, con tanta suavidad y tanta habilidad, que Diego empezó a sentir el poderoso rugido de sus instintos brotando en las entrañas-. Ya sabes que nadie te conoce tanto como yo, ¿eh?

Diego colocó de nuevo el celular sobre el velador.

-Pero... ¿cómo sé que te vas a tomar esto en serio? Y digo realmente en serio, Gabriela. Ambos estamos dejando mucho de lado para hacer esto.

-Me imagino que también vamos a salir ganando mucho. Los tres, mi amor.

Gabriela lo miró con admiración y agradecimiento, y sus ojos brillaron como flamas chispeantes. Abrazó a su amante con la fuerza salvaje de una pasión trágica, como abrazó a su padre veinticinco años atrás cuando se despidió de él sin saber que no lo volvería a ver. Trató de abrazarlo tan fuerte como hubiera abrazado a papá de haberlo sabido. Diego sintió que esto ya le parecía extraño y enfadoso, y se desembarazó de sus brazos.

-Espérate. Tampoco es para tanto.

-¡No! No me dejes, por favor. Quédate aquí conmigo.

-¿De qué hablas? Aquí vamos a dormir, Gabriela, ¿a dónde se supone que me voy a ir?

Ella no escuchó y continuó con las caricias y los besos, deslizando sus pequeñas manos en la desnudez de su piel como un manto de sensualidad sagrada. Diego no comprendía lo que sucedía pero ya en este punto no podía detenerla.

Hicieron el amor como dioses salvajes perdidos en la antigüedad de sus instintos. El mundo se desvaneció y la civilización desapareció entre el sudor y los gemidos de Gabriela, mientras Diego se movía hacia dentro y hacia afuera con el incesante ritmo de una bestia mítica. Suspendida en el tiempo y el espacio, Gabriela se fusionaba con el cuerpo de su hombre, y lo consumía hasta las cenizas consumiéndose a sí misma en la dinámica destructiva de su aventura. No hay más vida después de esto, no hay más muerte: el puro y auténtico sabor de la más pervertida inocencia.

Le gustó sentirse dominada ante la figura nocturna de Diego. Sus ojos mirándola como mira el amo a una esclava, consciente que puede hacer lo que quiera sin importar el daño: es su propiedad. En medio del candor, Gabriela tuvo el primer orgasmo cuando alcanzó en su mente esa milenaria sensación de pertenecerle a quien nos arrebata y saberse vulnerable: el poderoso vértigo de finalmente destruir el albedrío, aunque sea por un momento de placer efímero.

-Destrúyeme si eso es lo que quieres -suspiró Gabriela, mirando fijo a los ojos de su amante…

*

Despertó Gabriela, miró la ventana y saltó de la cama al ver que la hora ya pasaba de las once. “¡Diego, levántate! ¡Es muy tarde!” El joven apenas podía abrir los ojos. Con esas pastillas siempre tardaba en regresar a la normalidad. ¿Ella?

-¿Qué pasa? ¿Ya se va, señora Gaby?

Falta una hora para el mediodía, y tenía que llegar a mi casa desde las diez. -Se puso la ropa interior con prisa y sin dejar de hablar-: Mi marido llega de Rusia en menos de tres horas, Diego, y se supone que voy a recogerlo al aeropuerto. Me voy corriendo.

Extendió un fajo de billetes, un poco más del precio acordado como siempre. Diego sonrió con agradecimiento y ella acarició su mejilla furtivamente antes de salir disparada del hotel. Qué manera tan rápida de despertar. Se dio un baño y su cerebro pudo aterrizar tranquilamente. Pensó en su vida, en los últimos siete años, un comienzo humilde en la nueva profesión popular del siglo, un pequeño proyecto de prostitutos tapatíos que de pronto se elevó a las nubes con la llegada de esas pastillas. En un mundo posterior al capitalismo patriarcal, ellos eran la nueva y naciente burguesía y las pastillas su revolución cultural. Su poder de sugestión, acompañado a la capacidad de invención improvisada, era irresistible en todos lados. Pero a ellas les gusta tomarla solo con nosotros. ¿Será que si lo intentan con sus esposos sale mal y…? Ah, puto sol.

Salió del hotel esperando un día nublado, o que fuera más temprano. ¿Qué hora? Entró una llamada y al ver que era su novia, sintió un extraño impulso cómico de hacerla enojar un poco. Nomás pa’ empezar bien el día. ¡Mierda, qué buenas pastillas!

-¿Amor?

Fin.