Modo Oscuro
Volver a Índice"

PSICOLOGÍA INVERSA


Amadeo Jacohinde


Osvaldo era un psicólogo escolar y planeaba serlo por el resto de sus días, pero nunca se preparó para el momento en que Omar, un estudiante de 17 años, entró a su oficina y le dijo:

-Me voy a suicidar hoy, profe. Yo creo que en la noche.

Lo dijo con tanta tranquilidad, que Osvaldo juraría por su alma que era broma. Pero Omar se mantuvo serio, sin decir palabra. Sus ojos sostenían la frialdad de un hombre que ya está decidido a enfrentar la muerte. Y no parecía asustado.

-¿Es...? ¿Estás hablando en serio?

-Es usted el primero a quien le digo esto. Obviamente no le he dicho a mi madre porque hará todo lo posible por convencerme de no hacerlo, me va a encerrar si es necesario.

-¿Entonces por qué le contarías a alguien que te quieres quitar la vida, si no es para que te convenzan de lo contrario?

-No le estoy contando esto a cualquier persona. Se lo estoy contando a usted, un profesional en el campo de Psicología. Por eso mencioné lo de mi madre: no tendría caso darle esta información a gente que no puede convertirla en un descubrimiento científico revolucionario.

-¿Qué tiene que ver esto con la ciencia? Omar, tu familia es más importante.

-Usted es un hombre estudioso; no el más brillante de su clase, estoy seguro, pero sí sabe lo suficiente como para escribir un informe de mi caso y publicarlo en los círculos académicos. Usted sí puede entender los alcances de este fenómeno psicológico que se ha gestado en mi cabeza, usted puede expresarlo en términos profesionales y técnicos de tal forma que este acontecimiento sea tema de discusión catedrática durante las siguientes décadas, si no durante siglos. Va a ser algo enorme, eso se lo aseguro. ¡Histórico!

Osvaldo no podía creer lo que escuchaba. No sabía si se trataba de un juego narcisista, o si era la arrogancia odiosa y resentida de los jóvenes en depresión crítica.

-¿De qué hablas, Omar? ¿Estás bromeando?

-De ninguna manera, profesor. Lo que hago es presentarle la oportunidad de escribir una tesis revolucionaria, un tratado sobre el suicidio que transforme de una vez y para siempre la idea que todos hemos tenido de los suicidas por tantos milenios. Usted se va a quedar con todo el crédito, por supuesto, pero yo seré el privilegiado en morir y comprobar empíricamente que todo lo que estoy a punto de decir, es cierto. Yo la llamo la Teoría del Suicida, pero usted puede ponerle cualquier otro nombre. Será un éxito.

-¡Omar, espera! ¿Te estás escuchando? Detente un poco, olvídate de la ciencia, las teorías, deja a un lado el hecho de que puedas estar en lo correcto: ¿de qué te va a servir todo eso si no vas a estar vivo y no estarás aquí para ver lo que puedes lograr? ¡La vida es bellísima, Omar! Vale la pena seguir luchando.

-¡Ah, claro! -dijo el muchacho, con plena tranquilidad-. Eso lo sé, maestro. No lo dudo. No es que me quiera suicidar porque piense que la vida no vale la pena. Y no, no me siento triste: eso es un mito, y es la piedra angular de la teoría que usted va a escribir. Aquí es donde tiene que ponerme toda su atención.

-¿Qué cosa es un mito?

-Que los suicidas son infelices. Eso es una mentira, señor. Las personas infelices son infelices precisamente porque saben, inconscientemente, que añoran suicidarse pero nunca podrán hacerlo. Se requiere un elemento psicológico nunca antes sospechado. Los verdaderos suicidas son aquellos que logran conocer una versión secreta y lúcida, una versión inexpresable de la felicidad. Y lo saben desde el día de su nacimiento.

-¿Entonces siempre tuviste la noción de ser suicida? ¿Desde niño?

-No como tal pero desde que tengo memoria, he creído que mi vida llegaría a un punto culminante de la felicidad, una cima a donde ningún otro ser humano ha llegado jamás y que ese sería el fin del juego. Usted entiende.

-¿Y crees que ya has llegado a ese «punto culminante»? ¿Qué es, como una especie de «iluminación»?

-¡Exacto! No quiero alardear, pero debo confesar que he visto el mundo a través de unos colores que nadie ha conocido antes. El Universo se ha desnudado frente a mi alma y es maravilloso, pero después de ese punto… ya no hay nada. Se acabaron las novedades. Llegué a ese punto en que el hombre no tiene nada más que descubrir, nada más que realizar. La vida ya no me debe nada, ni yo a ella. Y eso se siente como la verdadera Libertad, profesor. Tiene que escribir eso.

-¿Te has puesto a pensar cuántas personas sentirán que sus vidas se derrumban por tu decisión? ¿Has pensado en cómo va a sufrir tu madre? ¿Tienes una idea de cuánto le vas a hacer falta a tu hermano menor, que te ve como un héroe, como un ejemplo?

Omar respondió con una naturalidad casi alegre:

-Claro que lo he imaginado, profesor, todo eso ha pasado por mi mente. Es una de las razones fundamentales por la que hago esto. Mi familia, mis seres más queridos, mi círculo cercano necesita ser herido. Necesitan un dolor de esa categoría, un golpe de esas dimensiones.

Osvaldo no pudo evitar un tono casi indignado:

-¿Y tú cómo puedes saber eso?

-No lo sé, pero estoy seguro. A fin de cuentas, el suicidio también es un acto de fe. Y sé que mi familia sólo logrará fortalecerse y unificarse a raíz de mi muerte. Mi hermano: claro que va a sentirse devastado, tal vez su mundo se derrumbe durante un tiempo; pero él es fuerte y se sobrepondrá a la situación como los grandes. Él es un grande.

-No sabes si van a ser capaces de superar ese dolor, Omar. Nadie puede saberlo.

-Además, ¡qué egoístas hemos sido con los suicidas durante todos estos siglos! -continuó el joven, ignorando al señor Osvaldo-. Como si tuviéramos derecho a imponer en la gente el peso de la vida humana. ¿Quiénes nos creemos que somos, como para venir a decirle a las personas que tienen la obligación de hacer algo que no quieren hacer solamente para hacernos felices? Así de sencillo: ¿por qué es malo no querer vivir más?

Aquí supo Osvaldo que habían entrado en un terreno desconocido de los pensamientos, donde su mente no tenía experiencia alguna, ni siquiera una vaga idea de cómo responder dichas cuestiones.

-Bueno... ¿por qué es malo querer vivir solo por el hecho de seguir viviendo?

-Yo no dije que es malo querer vivir, ¡todo lo contrario! Amar la vida es la suprema forma de felicidad. Y yo, maestro -se acercó a él con vigor-, yo he podido amar la vida como nadie la ha amado. Nadie ha abrazado la existencia con tanta fuerza como lo hice yo todos estos años.

Esta última frase salió por accidente, no estaba prevista en el discurso de Omar, que se sintió extrañado, pero no le dio mucho pensamiento a la cuestión.

-Pero hay que saber cuándo ha llegado el momento de apagar las luces, maestro.

-Hay esperanza, Omar. El hecho de que no puedas verla, no significa que no esté ahí. Las cosas van a mejorar, y pronto te sentirás de nuevo atraído por la vida.

-Eso es precisamente lo que quiero evitar, profesor. Sé que, si espero los suficientes días, mi cerebro encontrará de nuevo la excusa perfecta para seguir viviendo. Pero esta vez no pienso darle esa oportunidad. No puedo cometer la cobardía de aferrarme a la vida de nuevo.

-¡Esa no es ninguna cobardía, Omar! ¿De qué estás hablando? Cobardes son aquellos que dan la espalda a los desafíos, y que deciden quitarse la vida antes que enfrentarla como se debe.

Omar pareció ni siquiera haberlo escuchado y continuó:

-Todos tenemos un ciclo de vida metafísico, no solamente físico. Nuestro cuerpo llega a su punto de descomposición, y también el espíritu del hombre se marchita. Hay un punto donde la vida mental de un individuo ya no tiene nada que ofrecer al mundo porque ya no tiene nada que recibir de él. ¡Y eso está bien! ¿Quién dijo que está mal marchitarse? Es lo más natural del mundo, le sucede a la mayoría de la población. Lo malo es que les sucede mucho antes de llegar a su muerte física.

-¿A qué te refieres? -El profesor empezó a sentir algo de curiosidad.

-Más de la mitad de la población mundial está marchita, profesor: espiritualmente marchita. Salga a la calle y dígame si no ve un inmenso desfile de muertos en vida, de autómatas resignados a vivir una vida en la que ya no creen ni pueden creer de nuevo. ¡Y es tan terrible pensar en lo triste de su situación! Estamos hablando de gente que vive treinta, cuarenta años en la miseria y la amargura de saber que ya no quieren vivir, pero no pueden dejar de hacerlo. Y así continúan hasta la muerte, con sus matrimonios, con sus hijos, con sus trabajos. ¿Y por qué lo hacen, maestro? ¿Sabe usted por qué se aferran tanto a la tortura de vivir así?

-Porque tienen la capacidad de no perder la esperanza, Omar. Porque siempre hay...

-¡Tonterías! -exclamó el joven, riendo-. Se llama Cobardía, señor. Esos sí son auténticos cobardes y el mundo está lleno de ellos. Este es un planeta donde casi todos quieren morirse, pero son pocos aquellos del grupo quienes nacemos con la fuerza suficiente de enfrentar la muerte.

-Entonces, según tú, ¿casi todos somos unos cobardes por no suicidarnos?

-Solamente aquellos cuyo espíritu ya ha marchitado. Este es un punto interesante y no debe olvidar escribirlo: el suicidio sí puede ser un acto de cobardía, si se lleva a cabo por un espíritu aún palpitante. En tales casos, maestro, es una enorme cobardía dar la espalda al desafío y al combate de la vida. ¿Pero en el caso contrario? ¿Qué pasa cuando ya no hay desafíos ni combates por enfrentar?

Llegado a este punto, Osvaldo ya no supo qué decir.

-Para esta noche, ya voy a estar muerto. Por favor, escriba la tesis. No va a tardar ni siquiera un año en volverse un fenómeno mundial, algo histórico. Va a valer la pena, maestro. Confíe en ello.

Omar parecía a punto de levantarse y marcharse, pero el profesor Osvaldo decidió que esto no podía quedarse así. Su único deber ante la sociedad era impedir esta clase de acontecimientos.

-Espera, Omar. Antes de que te vayas y hagas una locura: espérame solamente un día. Hoy no tengo las respuestas a todo eso que dices. Te estoy siendo más honesto de lo que debería, pero esta vez sé que es necesario. Dame sólo un día, ¿sí?

-¿Y mañana qué? ¿Me va a dar la Gran Respuesta que nadie ha encontrado en tantos milenios?

-Solo espérame. Si no tengo nada que decirte, entonces puedes suicidarte con gusto, no trataré de impedírtelo. Incluso escribiré esa tesis de la que tanto hablas. Pero espérame a mañana.

Omar tuvo que pensarlo. Casi un minuto.

-Está bien -dijo al fin-. Mañana veremos cuál es el desenlace de mi historia.

Lo dijo sólo por compromiso. Realmente estaba decidido a quitarse la vida antes del anochecer, y no dejaba de meditar en cuál sería el método menos doloroso y menos prolongado de matarse. La única opción en mente era el revólver de su abuelo. Salió de la oficina del maestro y tomó camino directo a la parada del camión, sin entrar a las últimas dos clases que le quedaban.

Todo se sentía distinto. El clima, el aire, la presencia de la gente. La vida se sentía distinta. Estaba despidiéndose de ella. Miró con calma el cielo nublado y sintió tristeza. Las calles, los letreros y la gente, de repente ya no le parecían desagradables. Había una extraña nostalgia en saber que no iba a volver a ver a todas esas personas ni sus espectáculos, ni siquiera sus anuncios comerciales. No volver a escuchar sus voces.

Y aquí fue, al pensar en las voces de la gente, donde Omar encontró la clave del dilema.

Hablé como un débil, un enfermo del espíritu... ¡como una bestia moribunda! Siempre solía hacer mofa de quienes no pueden sobrellevar las tragedias y adversidades de la vida con estoicismo y dignidad, sin quejarse ni mucho menos rendirse. ¿Desde cuándo soy parte de ese grupo de seres cansados, indignos de la vida humana? ¿Desde cuándo me olvidé que este juego es ante todo un combate, y no sólo una danza?

Su actitud comenzó a cambiar. Por completo: se irguió en el asiento del autobús, levantó la frente y observó maravillado el mundo que se le presentaba a través de las ventanas. Yo no soy de esos que. No señor. Yo soy de los organismos fuertes, aristocráticos. Además, la curiosidad. No toleraría morirme sin antes saber todas las.

Omar no se suicidó esa tarde, ni la siguiente ni nunca. Decir en voz alta todos esos pensamientos le permitió expurgarse de ellos. Todo lo que necesitaba. Esa noche al fin pudo dormir tranquilo después de tantos meses. Al día siguiente fue a la escuela con la esperanza de ver al profesor y darle la noticia, pero el señor Osvaldo no fue a trabajar ese día.

Tampoco volvió al día siguiente ni nunca. El profesor Osvaldo se había quitado la vida esa misma noche, con la escopeta de su padre. Lo único que se supo entre alumnos y maestros fue que subió a la azotea, cerró la puerta con candado y se dio un tiro en la cabeza. Toda la escuela fue al funeral y Omar se sorprendió de sí mismo, al percatarse de que no sentía culpa ni remordimiento alguno. Pero sí sentía mucho respeto por el hombre.

Después de todo, el suicidio estaba lejos de ser una tragedia en muchos casos, y esto lo sabían los orientales desde siglos atrás. Él tan siquiera no fue un cobarde.


Fin.